miércoles, 10 de agosto de 2011

Lo confieso...


“La melancolía no es nada más que una pena envinada”


Antes de viajar, ella cerró su facebook; guardó bajo siete llaves sus otras cuentas y volvió en el transcurso de los días, solo unas cuantas veces, al gmail porque tenía algunos trabajos pendientes. ¿No les ha pasado que al tener unas ganas locas de abandonar todo, observan su entorno y empiezan a medir  las consecuencias?  Claro que pasa…pero no se si por suerte o demencia, aquella chica no mide nada; patea la mesa cuando su alma deja de sentir pasión.

Tampoco puede permanecer mucho tiempo refundida en la pena, si tendría que definir sus días tristes, ella diría que son lánguidos y pusilánimes;  sus lutos se disfrazan de inconstancia y para redondear el asunto, no puede dejar de relacionar a la melancolía con el vino. “Para estar melancólica se necesita estar triste y poseer una buena botella de vino, sino nada”, les dice a sus amigos. Agrega otras veces: “la melancolía no es nada más que una pena envinada”. ¿Y si a esta le suma una buena compañía, un libro, un personaje, una mirada, el Queirolo, Quilca de noche, Quilca un 31 de octubre, Barranco frente al mar, el Etnias I, el piano del Munich, la Avenida Salaverry?, pues la definición se engrandece: bohemia.

Ella es tímida. Le gusta reír, sonreír, soñar por el camino. Sin embargo, debo confesarles que por aquellos días (antes de que partiera al Cusco), empezó a usar sus lentes rojos, aquellos que tan solo compró para que sus desenfocados ojos puedan ver en “alta definición” a Paul McCartney ese inolvidable 9 de mayo en  Lima y que, finalmente, terminó usando para que sus compañeros de trabajo no se dieran mucha cuenta de que sus lágrimas, enrojecían sus mejillas, minimizaban sus ojos y le deshojaban las pestañas. Al recordar juntas esos aciagos días, le susurro una palabra: descontrol.

Entonces recuerda que dejó de comer con sinceridad. Empezó con las pastillas, se le vino una adicción tan voraz e increíble hacia ellas, pero que afortunadamente, solo le duraron cuarentaiocho horas exactas. Me alegró saber que gracias a su vital tendencia a la felicidad, aquellas pepas  terminaron en el tacho. Ella siempre supo que nunca las necesitó realmente, solo quiso recobrar el sueño, blanquear el panorama y dejar de escuchar el “¿cómo te sientes?”.  

Pero algo le pasó en ese viaje. Aunque ella dice que  le pasó “todo”. Fortaleció su espíritu y logro curarse totalmente. Cuando me describió sus días, dijo que su corazón latió a mil…y no solo por la falta de oxígeno, sino también, por ciertas hermosas impresiones.  Y para ser honestas, en realidad, las dos siempre supimos que ella no tomaría ese avión a Santiago (al menos por ahora), porque en las noches, mientras su zorro le cantaba: ¿Cusco? ¡ Sí, Cusco!, esa muchacha nunca dejó de estremecerse toda bajo las sábanas.

Es preciso mencionar entonces, lo que ahora piensa, citándola: “La melancolía no es nada más que una pena envinada. ¿Y si a esta le sumas las piedras trapezoidales, los caballos por las pampas, las caminatas a la luz de la luna, los techos tallados, San Blas, la noche en los 7, Pisaq, Ollantaytambo, Moray, Qorikancha, la Avenida El Sol?, pues ahora ella no puede dejar de pensar en otra cosa que no sea: ¡Volver! " 

Gracias a las personas que siguen este blog, ya pasamos las 750 visitas en tan poco tiempo...gracias por sus comentarios y también por los correos que me envían...y sí, en el siguiente post, la sexta parte de nuestro recorrido por el Cusco. Mi mejor vibra y por tercera vez, gracias. 



Ciudad Imperial (Capítulos)


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